Kate en Berlin
Febrero 11, 2001
El País de España
Bella galería de rostros
El mejor cine lo crearon Michael Caine, Juliette Binoche, Geoffrey Rush, Kate
Winslet y Judi Dench
Se acerca a la mitad de su recorrido y esta primera Berlinale del siglo XXI todavía no ha
dado a conocer ninguna película excepcional. Todo, salvo dos vigorosos tanteos de
primerizos, es cine común en el enorme, casi agobiante, diluvio de proyecciones diarias
que tiene lugar en la inhóspita arquitectura de la Potsdamerplatz, reconstruida y
convertida en el gran escaparate berlinés del culto a la imagen. Sólo un puñado de
intérpretes eminentes -el australiano Geoffrey Rush, la francesa Juliette Binoche y los
británicos Michael Caine, Emma Thompson, Kate Winslet y Judi Dench-
lograron ayer saltar al otro lado de lo común y crear instantes de lo que el cine tiene
de arte no efímero.
ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS / ENVIADO ESPECIAL , Berlín
A punto de cruzar su ecuador, las pantallas de la primera Berlinale del siglo XXI siguen
todavía sin encontrar esa película con aroma de cine imperecedero que siempre se espera
de la programación de un festival de esta envergadura, que sobre el papel se alimenta del
mejor cine que se hace ahora en todo el mundo. Salvo dos frágiles, pequeñas obras
primerizas muy vigorosas -la argentina La ciénaga y la danesa Italiano para debutantes-,
el cine visto hasta ahora aquí es común, no excepcional.
Pero si no hay hasta ahora rastro de una película
realmente grande, en cambio sí hay dentro del cine de vuelo bajo que estamos viendo
algunas interpretaciones muy solventes, complejas, arriesgadas y, a veces, con rasgos
contagiosos verdaderamente conmovedores. Una de estas creaciones es la de la actriz
británica Emma Thompson en la plana, artificiosa y tremendista Wit, dirigida por el
estadounidense Mike Nichols, que se inspira en una obra de teatro convertida en guión
cinematográfico por la propia Emma Thompson, que vuelve a dar otro recital de su
archiconocida solvencia profesional, aunque esta vez lo hace sobre el vacío. Su trabajo
es de alta precisión, un mecanismo de relojería, pero con el reloj parado, en estado de
mortal quietud.
Más vida, mucho más y mejor cine hay en Chocolate,
dirigida por el sueco Lasse Hallström. Pero las calidades de esta curiosa y a ratos muy
tierna y divertida fábula no hay que buscarlas esta vez en la bien probada competencia y
el buen gusto del director de Mi vida como perro y Las normas de la casa de la sidra; ni
tampoco en la escritura de Robert Nelson Jacobs, que se escora abusivamente hacia el
empleo poético calculado de la ingenuidad y del socorrido y fácil choque metafórico
entre moral libre y moral puritana. Hay que buscar estas calidades en el reparto, en dos
esquinas del mágico reparto.
Contagio emocional
En la bonita y superficial pantalla de Chocolate estalla
por su cuenta, una vez más, el talento insuperable de la gran actriz británica Judi
Dench, en estado de gracia, llena de arrolladora capacidad de contagio emocional. Y,
frente a ella, otro milagro interpretativo, el de Juliette Binoche. La actriz francesa ha
dejado atrás con humilde sagacidad, y con un inteligente ejercicio de disciplina y de
autoconocimiento, el arsenal expresivo de su larga etapa de joven eterna, que la hizo
célebre en todo el mundo, y que abarca desde Los amantes de Pont-Neuf a Azul, casi
década y media. En la imagen de Juliette Binoche han aparecido sin avisar, cogiendo
desprevenido al espectador, los rasgos de una mujer no a medio hacer, sino hecha,
enteramente adulta. Son rasgos inesperadamente lejanos de los del rostro aniñado que esta
actriz podía proponernos sin ningún forzamiento, con total naturalidad, casi ayer; y ha
sabido ajustar los resortes de su oficio a los de la mutación que ha experimentado, lo
que es un indicio firme de la permanencia de su talento completamente intacto.
Y más y mejor cine que en Chocolate hay en Quills,
película de gran formato y muy rica producción dirigida por el estadounidense Philip
Kaufman, que hace un trabajo muy limpio, de buen, viejo y curtido profesional, pero nada
más. No hay, por tanto, que buscar en sus ojos las glorias de una película que
efectivamente las tiene, pero que son obra de otros. Como tampoco hay que buscarlas en la
escritura de Doug Wright, que ha convertido en un ágil y muy preciso guión su propia
obra teatral, en la que representa con conocimiento y seriedad, pero sin destellos de
excepcionalidad, los últimos años de la vida del Marqués de Sade, encerrado -y no
precisamente por su locura, sino por su lucidez, por su terrible, insoportable cordura-
por Napoleón en el manicomio de Charenton, en los alrededores de París, donde murió el
14 de diciembre de 1814.
Las glorias del relato de las últimas turbulencias de la
vida y del genio de Sade hay que buscarlas de nuevo en otro mágico reparto, desde el que
saltan de la pantalla tres formidables trabajos, de esos que se pegan a la memoria y
borran o cuando menos difuminan el resto del filme. Los vértices de ese asombroso
triángulo de intérpretes superdotados, que se adueñan por completo de las hermosuras de
Quills, están ocupados nada menos que por el australiano Geoffrey Rush, que aquí hace
olvidar el prodigio de Shine; la inglesa Kate Winslet, que convierte en su
prehistoria profesional a lo que hizo en Sentido y sensibilidad y Titanic,
interpretaciones que le valieron un Oscar y la candidatura a otro; y el gran
Michael Caine, actor eminente, que vuelve a dar otra vuelta de tornillo a su talento sin
igual para la representación del exceso, de la desmesura en estado puro, ese frío y
flemático energúmeno que está siempre acechando, a punto de estallar, detrás de sus
ojos como ascuas. La combinación de estos tres talentos en las imágenes de Quills es
cine inolvidable.
[NOTA: No, Kate no se ganó el Oscar,
aunque se lo merecía] |